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Una buena amiga ha tenido que estar, por un imprevisto de fuerza mayor, alejada de su perrita durante un par de semanas. La perrilla, una cachorrita que adoptó hace apenas seis meses, no se había separado de ella hasta ese momento.
El día en que por fin pudieron reunirse, el animal hizo un despliegue de entusiasmo tal, que mi amiga pensó (si tienen mascota lo entenderán) que nadie en toda su vida le había recibido de esa manera. Cada célula del cuerpo de la perrilla estaba henchido de emoción. Saltaba, ladraba en un quejido emocionado, le lamía, daba vueltas a su alrededor,…
Tuve un fantástico profesor de interpretación que decía que los actores debíamos ser como perrillos pequeños en escena: alerta, vivos, conectados al completo con la emoción, con el cuerpo alerta y actuando por pleno instinto. Decía también que un actor necesita ser en un 99 por ciento personaje y un 1 por ciento actor. Lo justito para recordar el texto y colocarte en la marca.
El actor está obligado a vivir cada vez el mismo hecho, como si lo hiciera por primera vez. ¿Cómo es posible esa paradoja? Es parte del entrenamiento actoral conseguir ese nivel de alerta, esa viveza interna, esa capacidad para estar exclusivamente aquí y ahora.
Imprescindible estar por tanto con la escucha en alerta máxima y la atención perfectamente puesta en lo que pasa, como el perrillo esperando que le lancen la pelota. Si no es así, si no respiramos todo lo que ocurre a nuestro al rededor, que es distinto cada vez, no conseguiremos que nuestra actuación pueda expresar una emoción real y si eso no se produce no conectaremos con el público. Porque el público nunca es igual, ni la temperatura, ni sobre todo, la mirada y la presencia de nuestros compañeros. Una buena interpretación empieza fuera.
Y esa es sin duda otra de tantas cosas que el teatro puede enseñarnos: ese nivel de presencia, esa atención, esa capacidad de olvidarnos del antes y el después y estar plenamente aquí y ahora. En una sociedad en que todo es discontínuo no es una aportación baladí.